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La influencia de la luna en la tierra

La influencia de la luna en la tierra

La influencia de la Luna en la Tierra es conocida desde hace siglos. Sabemos que es el satélite de mayor tamaño respecto del de su planeta anfitrión entre todos los conocidos del Sistema Solar y, más allá de las hipótesis acerca de su formación, la existencia de ese cuerpo celeste, cuyo perfil esférico nos acompaña en las noches como una fiel guardiana, tiene influencias innegables sobre nuestro planeta y los seres vivos que lo habitamos. 

Uno de esos efectos, tal vez el más conocido y el mejor estudiado por los científicos, es el que la Luna ejerce sobre los océanos del planeta. Para explicarlo con precisión es recomendable que repasemos algunos conceptos.

El movimiento del nivel de las aguas del mar se denomina “marea” y se produce principalmente como consecuencia de la fuerza gravitatoria que la Luna (y el Sol, en menor medida) ejerce sobre la Tierra: la gravedad de la Luna atrae a los océanos hacia ella, causando lo que se conoce como “marea alta” en el lado de la Tierra más cercano a su satélite. Pero hay que ser exactos en las palabras: la Luna no “tira” del agua hacia arriba, como un imán que atrae metales, ya que si fuera así también habría mareas en otros medios acuáticos, como ríos, piscinas o lagos. Las mareas se producen por un desequilibrio gravitacional que descompensa los océanos a lo largo del planeta. Por eso, y en sentido contrario a lo que puede pensarse en un inicio, las mareas altas no sólo tienen lugar en los mares de la Tierra más cercanos a la Luna sino también en los del lado opuesto, como consecuencia de la inercia. Esto se explica porque el satélite atrae a toda la Tierra, no sólo al agua del mar. Pero la superficie terrestre es rígida y no se “abomba” en la misma medida que la superficie líquida, mientras que las aguas oceánicas sí sufren ese cambio notoriamente. La inercia, entonces, se resiste a la fuerza de gravedad y tira en sentido contrario; por eso los mares del lado de la Tierra más alejado de la Luna también se “abomban”, aunque menos que los del lado próximo a ella.

De igual modo debemos recordar que el ciclo lunar consta de varias fases, entendiéndose por ellas los cambios en su parte visible iluminada debido a la modificación de su posición respecto a la Tierra y al Sol. El saber popular sostiene que hay cuatro fases lunares (Luna nueva, Cuarto creciente, Luna llena y Cuarto menguante), pero en realidad son ocho: Luna nueva, Luna creciente, Cuarto creciente, Luna creciente gibosa, Luna llena, Luna menguante gibosa, Cuarto menguante y Luna menguante. Estos cambios en la posición de la Luna son importantes para predecir las mareas ya que en las fases de Luna nueva y Luna llena se producen las conocidas “mareas vivas”, es decir, las mareas altas y bajas extremas pues, en esas posiciones, la Luna, la Tierra y el Sol se encuentran alineados, produciéndose la máxima influencia gravitatoria sobre los niveles de las aguas del mar. Por otro lado, en las fases de Cuarto creciente y Cuarto menguante, la posición del Sol en relación a la Luna atempera la fuerza gravitatoria de ella, por lo que se originan las “mareas muertas”, en las que las mareas altas son más bajas de lo habitual, mientras que las mareas bajas son más altas.

Así como las masas acuáticas del planeta se ven influenciadas por nuestro satélite, ello también sucede con la superficie terrestre y la atmósfera. Se puede hablar, en tal sentido, de “mareas terrestres” y “mareas atmosféricas”.

Si bien dijimos que la superficie terrestre no se “abomba” en igual sentido que el mar, se confirmó científicamente que sí se deforma y se hincha por la fuerza gravitatoria lunar, estando relacionado esto con algunos eventos sísmicos y vulcanológicos. Asimismo, la Luna provoca oscilaciones en la atmósfera de la Tierra, y estos cambios están relacionados con temperaturas del aire más altas y menor probabilidad de lluvias.

La temperatura polar es otro de los ámbitos en los que la Luna interviene, según varios estudios científicos han demostrado. Los polos, de acuerdo a estos análisis, se vuelven algo más cálidos durante la época de Luna llena, y esto repercute en el mayor o menor rompimiento de los hielos polares y en la temperatura de esas zonas del globo. 

Además de estos efectos científicamente comprobados, hay otros relacionados con la Luna que cierto saber popular mantiene, aunque no puedan avalarse en su totalidad. Por ejemplo, está extendida la idea que las fases lunares modifican el comportamiento de los animales. Si bien no es posible generalizar esta premisa, sí se ha probado que algunas especies se vuelven más activas y fértiles cuando hay Luna llena. Uno de estos casos es el de los corales tropicales, que sincronizan su ciclo reproductivo y desovan en noches de Luna llena. También se ha confirmado que, en esa misma fase lunar, los lobos aúllan con mayor persistencia y algunos batracios coordinan su período de procreación. Tal vez la respuesta a estos fenómenos se vincule con la luminosidad de la Luna llena y los hábitos de esas especies, las que aprovecharían las noches menos oscuras para realizar determinadas acciones que se ven favorecidas por tener lugar cuando la oscuridad nocturna es menor.

Otra de las disciplinas en los que se debate la influencia de la Luna es en la agricultura. Tal vez desde Plinio el Viejo –aquel militar y escritor romano autor de la Naturalis Historia- se consideró en Occidente que las fases lunares tenían una relación directa con el desarrollo de las plantas. La idea central, en este caso, sería que los ciclos crecientes de la Luna influyen en la vegetación aumentando sus brotes y trasladando la savia hacia la parte superior de las plantas, mientras que en los ciclos menguantes la Luna produce que la savia descienda y se concentre en la raíz, mientras que el follaje detiene su crecimiento.

A partir de estas afirmaciones, son muchas las personas que adecuan las tareas agrícolas a los ciclos lunares. Si durante en la Luna llena la energía de la luz anima a las plantas brotar y a profundizar los sistemas radiculares, entonces es el momento adecuado para sembrar y abonar. También son días favorables para trabajos de corte de flores y la cosecha de hojas y frutos. En cambio, durante la etapa menguante del ciclo lunar, la energía de la luz en descenso ayuda a que las raíces se mantengan fuertes, por lo que es un momento ideal para podar y cosechar raíces, bulbos y tubérculos. El seguimiento de estas prácticas por muchos agricultores ha dado origen a lo que, en la actualidad, se conoce como “agricultura biodinámica”, disciplina que no sólo tiene en cuenta la influencia de la Luna en los cultivos, sino también la de otros cuerpos celestes y fenómenos cósmicos.

La traslación de los principios elementales de la “agricultura biodinámica” al ser humano condujo a muchos a una curiosa analogía: el cabello humano tendría un ciclo similar al de las plantas, por lo que alcanzar su mayor crecimiento o su disminución puede lograrse a través de su cuidado de acuerdo a las fases lunares. Así, la Luna creciente favorecería el crecimiento del cabello después de un corte de pelo, por lo que, si se pretende que el cabello crezca más rápido, debería ser cortado entre la Luna nueva y Luna llena. En cambio si lo que se busca es que el cabello crezca más lentamente, debe ser cortado durante la fase lunar menguante (entre la Luna llena y la Luna nueva). 

Otro campo en el que las creencias no han logrado ser del todo confirmadas o refutadas es aquel en el que se relaciona el ciclo lunar y el ciclo menstrual. El tiempo de duración casi idéntico entre ambos ciclos condujo, desde antaño, a vincularlos y a ver una influencia clara del movimiento lunar en la biología femenina. De hecho, la palabra “menstruación” proviene del latín mensis, que significa “mes”, y éste, a su vez, del griego mene, que remite a la Luna. Pero muchos estudios realizados para corroborar esta relación han negado que ese vínculo exista, aunque se deja una puerta abierta para la posibilidad de que la mayor o menor luminosidad de las fases lunares tenga consecuencias en los ciclos biológicos: como vimos antes, la luz –especialmente la luz no artificial- tiene efectos en el cuerpo y en los sistemas biológicos de los seres vivos. 

En conclusión, la existencia de la Luna no es vana para la vida en la Tierra. Sin ella, la historia de nuestro planeta y de los seres que en ella vivimos sería muy distinta. Tan es así que la comunidad científica es unánime al señalar que es la presencia de nuestra compañera celeste la que permite que la Tierra se estabilice y no se tambalee exageradamente sobre su eje, lo que llevaría a la existencia de climas extremos inadecuados para la vida tal como la concebimos en la actualidad. A ello hay que sumar que muchos estudios recientes han sostenido la hipótesis de que misma aparición de la vida terrestre dependió de la existencia de la Luna: su fuerza provocó reflujos en los océanos primigenios del planeta, llevando a la formación de charcas en la superficie terrestre recientemente consolidada. Y en esas charcas, calentadas por la luz solar, se habría originado la vida a partir de condiciones muy específicas.

No sería injusto, entonces, que cada noche en la que veamos el cielo y contemplemos ese disco apacible rodeado por miles de estrellas, agradezcamos por tan fiel amiga cósmica y roguemos para que nunca se aleje demasiado de nosotros. Nuestros destinos van de la mano, y esperemos que así sea por miles de años más…

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